'La poesía es un retrato sin pudor de los huecos que dejan las personas en nosotros'. MC

martes, 17 de septiembre de 2013

Tú y tus atentados en mí.

Soy víctima irremediable.
Al mínimo revuelo me deshago en sentimientos.
Aquello que dicen de sentir a flor de piel abandona sus fronteras y se filtra en mí, creciendo como un jardín, por todos mis rincones.
Y ahora que llega el otoño y que parece que la vida pasa más despacio, me atrevo a gastar unas letras más de nuestros momentos.
Te sonará divertido pero, cada vez que veo un coche rojo pienso en ti.
¿Por qué? Si las carreteras están sucias y nunca conduces tú.
“Por qué” es mi pregunta favorita, curiosamente es la única que no suele tener respuesta.
Y es que yo ya  no sé si he dejado de pasear, o he empezado a hacerlo con los ojos cerrados. Todo por evitar recordarte.
Pero qué hermosa era la vida cuando funcionaba entre los lunes y los viernes, qué perfecta cuando nos encontrábamos los sábados, por ahí.
Qué difícil hoy, admitir, que mis semanas terminan los jueves, en un barrio viejo, en otra ciudad, lejos de ti.
Ojalá algún día me sorprendas en uno de mis paseos a ciegas.
Sé que en ese momento te reirás, con la risa de quien espera algo más. Y me mirarás, como siempre, con la mirada de quien contempla su reino devastado.
Te diré que mi vida va bien. –A veces, cuando no me acuerdo de ti-
Que, como ya sabrás, Madrid es muy grande y aún me pierdo.-Si supieses la cantidad de coches rojos que hay, y lo difícil que es contarlos cada día-
Sé que nos encontremos un sábado, y tú compartirás tu paraguas conmigo. Ya sabes que yo no suelo usarlo.
En fin, malditos paseos bajo la lluvia.
No sé si para bien o para mal, no habrá muchas palabras que decirse, así que nos despediremos pronto. Como quien escapa de París ardiendo, con la sensación de que el mundo se cae hacia el techo, otra vez.
Y es que ya me da igual si nos encontramos bajo la lluvia o el sol. Yo solamente quiero, que estés solo. Sin manos cogidas, ni planes, ni restos de otro cuerpo en los labios.

Si tu supieras con que nitidez recuerdo aquellos días en los que solía emborracharme para caminar por tu espalda, pues el alcohol era la excusa perfecta para poder hacer el camino dos veces.
Si me hubieses dejado despierta, aquellas noches en las que asomaba la barbilla a la ventana estrellada de tus ojos, habría podido escalar, sin más cuerdas que las de tu pelo, las cumbres frías de tu orgullo, tu costumbre y tu libertad.
Porque yo sé, que si me hubieses dejado un poco menos de espacio en la cama, hoy serías tan feliz como yo cuando me miras.

Y es que no te imaginas como me cuesta hablar de ti sin perderme en los silencios, sin inventar tu vida entre letra y letra.
Si lo supieses, quizás, no te importaría tanto tomar algo el jueves conmigo.
Sin compromisos ni puntualidad, ni lugar fijo en el mundo. Pues cómo íbamos a encerrarnos en un bar, aquí, si la mejor cerveza la sirven en el norte. Cómo arriesgarme a no ir al sur y quedarme con las ganas de decirte: “qué hermoso queda el sol en tus pestañas”.

En fin, tantos planes –miles- para tan pocas posibilidades –una entre un millón-

Y como estamos en otoño y parece que la vida va más despacio, hasta la lluvia cae a un ritmo diferente, me estoy atreviendo a pasear con los ojos abiertos, perdiéndome.
Pues sé que algún día podré hacerte reír diciendo: “Madrid es muy grande, y aún me pierdo”.


Una vez más soy víctima irremediable.
Maldita la ciudad y sus paseos entre coches rojos.
Maldito tú
y tus atentados en mí.



M.C. 

jueves, 5 de septiembre de 2013

Que la vida del poeta es solitaria, que sí.

Nos conocimos a las siete de la tarde, un viernes lluvioso.
A las once, nos besamos, y a las tres me dijiste que dudabas de mi fidelidad, que mis versos te descolocaban las faldas y las lágrimas, las dudas y el dolor.
Me pediste que te hablase de mis musas, que te explicase el porqué de mi debilidad.
Lo que tú no entendiste es que yo escribía a la vida porque sí. Porque mi papel en el mundo era ese, y el tuyo: estar lejos de mí.
Que la vida del poeta es solitaria, que sí.
Que aunque lo parezca no amamos más que el resto, simplemente, nos atrevemos a escribir.
Y diste un portazo con los ojos, de esos que en los recuerdos no suenan.
Me dijiste que temías la muerte, y que querías ser eterna.
"Por supuesto, ¿qué mejor solución? ser amante de poeta".
Sólo querías romper mi vida, mi rutina de calles mojadas. Sólo querías que yo escribiese sobre ti, sobre la forma en que colocas los dedos cuando fumas, sobre tus manías al dormir.
Querías verte escrita, para no morir nunca, querías cumplir tu setecientos cumpleaños enamorando universitarios en todas las bibliotecas de Madrid.
No entendiste, que la muerte es cosa de todos. Que vivir como las musas es una batalla campal entre los celos, los domingos y las teclas. Y me pediste que quemase a todas mis reinas, que si había lugares en el universo estaban en ti, que si había sentimientos me los ibas a dar tú.
Me prometiste que morderíamos todos los vasos de todos los bares de la ciudad, que no habría tiempo para días catorces, ni para orgullo, ni para abrigarse a la hora de salir.
Me juraste que siempre me recordarías, que yo también iba a ser eterna porque tú les hablarías de mí.
Y ahora que sé que tú no morirás en ninguna de mis poesías, que vivirás para siempre colgada en los labios de la gente, entonces, como el portal que guarda las huellas de la lluvia seca de las noches sin abrigo, yo, vuelvo a ser poeta.
Solitario, de los de verdad. Un recuerdo más, eterno en las letras de todas aquellas musas que jamás podrán  hablar de mí.
Fue entonces cuando le temí a la muerte y me juré disimular todo lo que pude: la lírica, la retórica, los ritmos suaves y las comas.
Dos meses después le conocí, era sábado y hacía sol. Tuve suerte porque era poeta. Sí,  una de esas personas que llevan el mundo colgado en los ojos, que no saben irse sin hacerte sonreír. Le dije que temía a la muerte, y que quería ser eterna.
Fui su musa. Brindé en todas sus letras, y escribió sobre mi forma de llegar tarde, de pedir perdón. Sobre mis mentiras y mi curiosa manera de doblar las sábanas.
Pronto supe que jamás moriría, que las teclas serían para siempre los latidos de mis otras vidas.



M.C.