'La poesía es un retrato sin pudor de los huecos que dejan las personas en nosotros'. MC

sábado, 30 de agosto de 2014

Un él de un sueño.


Yo caminaba por la calle
buscando con los ojos aquellas cosas que no se ven
y que solo se sienten,
cuando le encontré a él.
Uno de esos pequeños milagros
que viven en las ciudades sucias
haciendo que parezcan selvas de flores plateadas
y sus ruidos
el trinar y el rugir de bestias con alas metálicas.

Él también caminaba,
sin destino,
caminaba quieto
como explica Muriel Barbery
'con esos movimientos compactos en los que uno se convierte en su propio movimiento sin la necesidad de fragmentarse dirigiéndose hacia algo'.

A la vez
tocaba sus rizos
miraba el suelo
y sonreía
como si estuviese hablando con él
de lo lejos que quedaba el cielo
y de lo bonito que sería
que en las aceras hubiese tráfico de nubes blancas
grises y negras
y que de vez en cuando lloviese al revés.

Lo bueno de caminar sin ir a ninguna parte
es que cualquier lugar o momento
puede convertirse en nuestro destino
si lo queremos.
Y ese era un buen destino.
Su presencia era un buen destino.

Y como el que se muda a una ciudad más pequeña
y llena sus ventanas de flores
por eso de que en la vida
las prisas son un cuento con final triste,
me quedé clavada en el suelo
mirándole
y viendo en él todas esas cosas que no se pueden mirar
-solo sentir-
viendo, por ejemplo
su primera bicicleta,
sus primeras mariposas en el estómago
-de esas amarillas que solo hay en primavera-
la cicatriz que dejó el hueco de un amigo
y la mancha en la comisura izquierda
de un beso que terminó sin promesas, ni amor, ni presente, ni futuro.

Supe mientras le perseguía con los ojos
entre la gente
que él sabía de mi existencia
porque me había visto sin mirarme
y se había reído de mi forma de decir que París es del color del caramelo
de mi miedo a los escarabajos que hacen ruido cuando vuelan
de mi desesperación pidiendo lluvia en agosto
y de mi descarada manera de quedarme a vivir con los ojos en la cara de los demás.
Él lo sabía
aunque jamás se volvió para mirarme.

Siempre he pensado
que mirar a alguien por última vez
sabiendo lo difícil que sería volver a encontraros
es como asistir a su entierro
pero sin luto y sin flores.
Y aunque nunca imaginé
que me despediría de un sueño
en mitad del paseo de recoletos
sin lágrimas ni pañuelos negros
sabía que ese debía ser el funeral más bonito que presenciase jamás.
Lo sabía porque más que una muerte
se celebraba un salto de vida.
Un ahora he vivido así
y ahora voy a vivir así.
Una reencarnación
en la que mueres acariciando el suelo
y naces con alas,
en un parto sin gritos
en mitad del carnaval de la calle y el mercado.

Cumplí con eso de que los sueños se despiden mirando con los ojos cerrados
y al dar media vuelta hacia la realidad
-que era esa calle sin él-
me pareció todo muy blanco y negro
muy 'por aquí ha pasado cabalgando un sueño
y ya se ha ido'.

MC









jueves, 14 de agosto de 2014

Otra vez doce de agosto.





He pasado varios días encerrada en mi jardín, sin salir, sin visitas, por eso de que prefiero sentirme sola en soledad que sola acompañada.
Incluso ha sido otra vez doce de agosto, el cumpleaños de mi abuelo, y he vuelto a llorar, por eso de que desde que él no está parece que todo se haya roto. La familia es una casa en ruinas, los más pequeños hemos dejado de creer en lo que no vemos, las dudas son un puzzle al que le faltan todas las piezas de las respuestas e incluso algunos hemos empezado a vivir con la tristeza de quien se arrepiente de no haber aprovechado más el momento. Todos los días pienso, que lo único bueno que dejó al irse fue el recuerdo y lo fácil que es hablarle ahora que habita todos los lugares y todos los momentos.
Así que aquí he estado, sola en soledad.
Contándole a los pájaros que este verano
los días de sol
parecen un cementerio de juguetes
                                  y aún así sonrío.
Porque todo lo que se rompe tiene un algo que me gusta.
El picaporte chirriante. La pared agrietada. El vestido rasgado. Los corazones traicionados que aman despacio. Los poemas arrugados en la papelera. La mina partida del lápiz que deja un piquete en la mesa. Las mariposas viejas con agujeros en las alas. Las cometas usadas. Los barcos después de las tormentas. Las bombillas fundidas.
En fin.Me gusta.
De hecho, hoy mientras desayunaba he cumplido con un antiguo ritual, el de estrellar un vaso de cristal contra el suelo.
Lo he hecho tantas veces que ya conozco cada etapa del suceso a la perfección.
Primero pierdes el control del vaso y el corazón se salta un latido paralizándote durante unas milésimas de segundo. Después las caras de los presentes cambian. Susto, enfado, risas. Y después, mi parte preferida, el chasquido que anuncia la embestida del cristal contra el suelo. El primer contacto y la grieta principal. El segundo contacto y las paredes del vaso son esquirlas unidas por la tensión contenida. Y el tercer contacto, la explosión de miles de brillantes cristales, el rugido del vidrio arañando las baldosas y la extinción del vaso.
Ha sido precioso, aunque era de los de cristal grueso. Una lástima.
Al final el suelo de mi cocina parecía un campo de batalla abandonado. Ruinas. Silencio. Dos gotas de sangre  bajo mi rodilla hablaban del alcance del suceso.
Me gusta el silencio que queda después de las batallas.
Mi conclusión ha sido que la despedida del vaso es triunfal. La nuestra en cambio... da bastante pena. La mayoría nos marchitamos poco a poco en una cama, o simplemente dejamos de respirar de golpe con un soplido ronco de nuestros pulmones.
No hay brillantes saltando por los aires, ni esquirlas plateadas unidas porque sí. No hay extinción de nosotros mismos en un chasquido, sino descomposición lenta y oscura.
Por eso me gusta todo lo que se rompe. Y lo bonito de la tristeza que queda detrás de ello.
Por eso he decidido
que cuando llegue el momento
me volatilizaré,
como el vaso de cristal que se estrella contra el suelo llenándolo todo de brillantes. Para siempre.

MC.