Si el mundo fuese el gran y preciso teatro del que muchos hablan, y cada uno de nosotros encarnásemos un complejo personaje, cuyo guión hubiese sido escrito anteriormente por las manos de la vida, cabría mencionar la valentía de ésta.
Me apuesto el cuello a que a cualquiera de nosotros nos temblaría el pulso si tuviésemos que decidir con que suculentos trapicheos, pasteles y espinas han de encontrarse nuestros compañeros de viaje.
No obstante, creo que la vida no se lo piensa dos veces. Para ella sólo es un juego, un juego en el que nosotros somos sus naipes y nuestros avatares sus castillos más frágiles.
Entre su creación artística existen dos escenas que parecen ser sus favoritas. Por un lado, la muerte. La curiosa y repentina muerte. Por otro lado, el amor. El curioso y repentino amor. Nadie se libra de ellos.
Un buen día nos viste, con todo el esmero conque le es posible. Nos maquilla, no solo los ojos y las mejillas, también nuestras palabras y nuestros gestos. Nos anuncia al mundo, y nos hace pasar a través del oscuro telón color carmín.
Antes de lo que imaginamos, antes incluso de que nuestros ojos se hayan acostumbrado a la empolvada luz de los focos, entonces, nos enamora.
Muchos no aguantan ni media reverencia. Salen a escena, con sus zapatos negros, brillantes, ajenos a un sentimiento que merece mucho más que un efímero aplauso, y cuando este les agarra por la corbata y está tan cerca que se hace posible el leer en sus labios ese amasijo de ilusiones, de miedos y de dudas, entonces, deciden huir. Tras el bosque de tempera verde y cartón, bajo los percheros y los bombines.
El escenario queda en silencio, el público contiene las lágrimas. El profundo dolor de la tragedia no nos permite escuchar la risa tímida de la vida.
No obstante, por otro lado, hay quien dedica todas sus apariciones a ello, a enamorarse, y no solo en las escenas luminosas que terminan sacudidas por los aplausos del público, también las oscuras, tras el telón de terciopelo rojo, bajo el calor del disfraz, entre los sueños y las intrigas.
Entonces la vida enmudece. Curiosea entre nuestros sentimientos, desde el estómago hasta la punta de los dedos. Suspira... "Es el amor tan extraño, más incluso que la propia muerte".
M.C.
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