'La poesía es un retrato sin pudor de los huecos que dejan las personas en nosotros'. MC

domingo, 21 de julio de 2013

Las puertas se abrieron y la vida se bajó del tren.

Qué fuerte sonaban mis tacones azules sobre las baldosas grises de la vieja estación de trenes.
Era invierno y las frías puertas verdes chirriaban más de lo normal. En los cristales empañados aún quedaban restos de pequeños dibujos que los viajeros aburridos habían hecho con sus dedos. Frases de canciones, corazones, caras sonrientes, fechas... Cientos de huellas dactilares dejaban sus mensajes a su paso por la vieja estación.
Fuera, en el andén, la nieve caía sobre las vías.
Tomé asiento y el helador banco de piedra tardó en parecer cálido bajo mis piernas.
Frente a mí dormitaba bajo la tempestad un talgo de color azul, desvaído a causa del tiempo.
Los oxidados vagones habían permanecido inmóviles desde hacía más de treinta años.
Me parecía una locura, pasar tu vida viajando, uniendo y separando personas, dando cobijo a los solitarios, cargando con las lágrimas y los sueños de tantos, para luego, sin más,  morir así. Tan quieto y tan vacío. Tan lejos de los mapas, de los relojes ansiosos, de las maletas de piel, de los silbidos de partida. Tan lejos de los bostezos, de los libros de viaje y el ruido de las radios. Del humo de las pipas, de los brillantes zapatos y sus tropiezos en la escalera. Lejos del mar, de la montaña, de los abrazos, de los regalos de bienvenida, de los perdones de última hora... Lejos de los besos, de los pañuelos al aire, de los encuentros casuales, de las conversaciones entre desconocidos. Lejos de vagabundos, de magos y músicos callejeros.
Lejos, en resumen, de aquello a lo que damos el nombre de vida. Y es que para los trenes, al igual que para nosotros, morir es, al fin y al cabo, alejarse de ella. Llegar un día a una vieja estación y apagar, para siempre, nuestro cuerpo. Dejar que el frío entre y juegue silencioso sobre nuestra piel, de vagón en vagón, como hace el viejo talgo.
Mi abrigo de invierno comenzaba a escarcharse cuando sonó un lento traqueteo. A mi derecha avanzaba un tren procedente de Madrid, era rojo y en su interior brillaba una cálida luz anaranjada. En los cristales empañados había, garabateados por los viajeros aburridos, cientos de dibujos...
Las puertas se abrieron y la vida se bajó del tren.
Vino en forma de mujer con abrigo rojo y guantes negros, en forma de niños con manoplas y gorros de lana. Vino en forma de jóvenes enamorados, de anciano fumador, de hombre de negocios, de estudiante de francés, de directora de teatro. Trajo maletas, paquetes con lazos, una botella de anís, una cámara fotográfica, maquillaje, vestidos y zapatos caros, trajo perfume, una baraja de cartas y trufas. Corrieron, rieron, cerraron los botones de sus abrigos y se fueron.
El silencio regresó, el frío recuperó su fuerza, y solo las huellas en la blanca nieve revelaban que, en verdad, por ahí había pasado un remolino de vida, de vida breve, de vida que viajaba en un tren.

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