Es un
faro viejo en un peñón de un norte más viejo aún. De esos oscuros por el día y
llenos de luz de estrellas por la noche.
Sus paredes blancas roídas por la sal hablan siempre de
vientos y tormentas, y es común que la gente que pasa cerca, por casualidad, se
pare a escuchar. Sienten miedo, frío y humedad, y piensan que la vida de farero
debe ser una de las vidas más tristes y solitarias del mundo. Como si todos
necesitásemos del ruido para ser felices.
Lo que nadie sabe es que allí una mujer da vida cada noche a
una de las luces más antiguas y esperanzadoras de la historia.
Es una mujer de las que pocas quedan, que nada donde más
cubre pues prefiere enfrentarse a los monstruos de verdad antes que a los
imaginarios. Y que duerme cuando los demás viven, y vive cuando los demás
duermen, pues está acostumbrada a hacer compañía silenciosa a todas aquellas
mujeres de pescadores que esperan pacientes cada mes, cada día y cada hora a
que la mar les devuelva lo que una primavera en un altar, juraron suyo para
siempre.
Una mujer cuya vida nadie conoce y a la que parecen no
importarle las habladurías, pues ha leído tantas novelas y tanta poesía que ya
no se preocupa por diferenciar entre verdad y ficción. Qué más le da si su vida
es un cuento, de esos que hablan de sirenas, se leen antes de dormir y se
arrugan entre las sábanas los lunes con prisa.
En fin, no sé si porque lo lleva en la sangre o porque se
empeña en ello, pero a cualquier persona le resultaría imposible negar que a
ella el mar le queda bien. Lo lleva escrito en sus ojos, en sus colores grises
y en sus rutinas descansadas. Qué esperar de una mujer de esas con vestido todo
el año, con camisón todas las noches, con abrigos largos sin capucha y sin
paraguas bajo el brazo.
Sólo ella se despierta todos los domingos a las doce en una
torre de piedra y cristal, con vistas a un Cantábrico que huele a verde y a
azul, acostumbrada a que la gente que pasa por ahí, siempre lo haga de camino a
otra parte. Gente que nunca podría imaginar lo feliz que es ella, con su viento
y su humedad, viendo como la luz parte de los espejos de su faro, acaricia las
aguas negras y da paz a los ojos marineros con deseos de pisar tierra firme.
Ella es algo así como un día sin guerra en el mundo. Sólo
llora cuando sus libros se lo piden, cuando las letras dibujan traición,
o muerte, o incluso amor, y ya sabéis que llorar por mero amor al arte es como
disparar flores.
En fin... Una mujer que entiende de alas que no vuelan y de
cielos sin pájaros, que sabe que navegar es algo así como volar por el suelo y
andar en el aire. Sí... para ella nadar es una mezcla entre ambos: no pisas
tierra y en cambio puedes hacerte daño.
Y quién me creería si os dijera que ella enamoró al viento.
Que él es constante en esas costas, porque en sus mapas de alisios y polares
consta una parada obligatoria en su pelo. Parece una locura pero aún no he
encontrado una explicación mejor...
Por eso las gentes piensan que la vida de farero es fría y
solitaria. Porque no saben escuchar el viento, ni el mar que éste empuja
rugiente contra las rocas.
Toda esa gente vive entre muros y por ese motivo no
entienden lo que es la esperanza en el mar, cuando no hay horizontes y estás
perdido, cuando tu vista se cansa de mirar siempre lejos. Allá donde no hay
paredes que protejan de vientos, de tormentas, de bestias, de muerte y de otras
gentes. Diferente a todas aquellas ciudades que creen que mirar por una
ventana es suficiente para entender el mundo.
Dicen y yo lo creo, que sólo los marineros saben en verdad
lo que es la esperanza, los marineros y las madres y padres cuyos hijos
enferman. Sólo ellos besarían todos los faros de todas las costas del mundo, y
son los únicos que se acuerdan de que siempre hay alguien en alguna parte que
lucha todos los inviernos y todas las noches por si acaso lo necesitasen.
Alguien como la mujer que habita el viejo faro. Que llena de
olor a café todos los sábados la bahía y que cuenta cada fin de año los pies
que el mar ganó a la tierra, como si nunca hubiese oído hablar de las nocheviejas
con uvas, relojes y vestidos rojos. Como si hubiese hecho un pacto con el
mismísimo océano, "me permitirás vivir a tus orillas y yo a cambio te
contaré cuentos".
En fin, nadie más en el mundo parece conocer el nombre de la
farera. Yo tampoco. Sólo sé lo que sabéis vosotros que es lo que el viento me
cuenta a veces cuando camino cerca, allí donde el horizonte se parte y se hunde
en el agua. Allí dónde muchos pasean y rezan, y se besan, y se tropiezan y se
suicidan.
Yo sólo tengo un motivo para pasear de vez en cuando,
y es que al mar, allí, parece no importarle que una vez al mes la luna no
salga. Es normal, si él ya tiene un faro, el último faro vivo en muchas millas
de costas viejas. Es por eso quizás que sus aguas marcan ritmos diferentes,
semejantes al mecer de una nana al son de las tormentas, pues es el faro algo
así como los ojos de una madre, que nunca descansan.
Lo cierto es que hace ya bastante que procuro no escuchar al
viento, él siempre habla de ella y de lo mucho que se enreda en su pelo.
¿No os ha ocurrido nunca que alguien os habla demasiado de
algo que ama, y al final termináis amándolo vosotros también? Quizás es ese el
otro motivo por el cual yo, día sí, y a veces día también, me acerco allá donde
las tierras terminan a velar por la hermosa y solitaria farera.
MC.
MC.
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